Debates y «opinadores» sobre el derecho a decidir

Últimamente me está tocando participar en numerosos debates sobre el derecho a decidir. Las preguntas que se plantean en todos ellos son similares, y las respuestas vienen a ser las mismas, dependiendo de la posición política de cada cual.

De hecho, en todas las ocasiones se produce una coincidencia que debería llamar la atención de cualquiera: quien defiende (por ceñirnos a nuestro caso) que no existe un sujeto político vasco, niega también la existencia del derecho de autodeterminación. Además quien niega el derecho a decidir considera que el ejercicio de ese derecho, supuestamente inexistente, conllevaría los males del Apocalipsis. Quien entiende que los vascos no tenemos derecho a decidir defiende, a más a más, que un hipotético Estado vasco sería social y económicamente inviable, y hasta afirma que si los vascos cobramos pensiones es porque, graciosamente, “el resto de los españoles” (el resto del conjunto unitario al que nos somete el político unionista de turno) nos las pagan en un ejercicio gracioso de solidaridad.

Así que tenemos un posicionamiento que suma vectores que apuntan todos en la misma dirección: “no hay Pueblo vasco” + “no existe el derecho a decidir” + “el ejercicio del derecho a decidir nos lleva al caos” + “el Estado vasco independiente sería inviable” + “los vascos no tendrían ni para pensiones”.

A lo que acabo de afirmar alguien podría objetar que en el otro lado del debate se produce el fenómeno de suma de vectores en la dirección contraria, y puede que hasta tuviera razón… salvo por un par de cuestiones. La básica: quien defiende que los vascos (o los catalanes o los escoceses) no tienen porque plegarse al devenir de la historia y entender que la situación es per se inamovible, antepone la condición democrática de la voluntad de la gente a las estructuras políticas existentes. Si ocurre lo que ha ocurrido en Escocia… pues a esperar, en su caso, mejor ocasión. De tal modo que, por una parte, reivindican un sentir colectivo evidente y por otro lo vehiculan mediante el principio democrático. Y la segunda: visto lo que estamos viendo en España… hay que estar muy empeñado en ser español para no reconocer la precariedad de la situación económica del Estado o su corrupción sistémica y no considerar seriamente la probabilidad de que una estructura estatal propia difícilmente pueda empeorar la situación.

Más allá de los posicionamientos claros, en uno y en otro sentido, de los debates en torno al derecho a decidir, existe además otra realidad consistente en cantidad de “opinadores” que van dejando su marca, como quien (queriéndolo) no quiere la cosa. Estos lo hacen por escrito en distintos medios de comunicación y, a no ser porque la afición a la lectura de artículos no es masiva, tendrían más peligro. ¿Y por qué tendrían más peligro? Porque la escritura reflexiva se toma su tiempo para jugar con los conceptos y las sutilezas, de modo que disponen de la posibilidad de elegir vectores que aparentan ir en distintas direcciones aunque, calculadamente, la suma resultante de todos ellos apunte, con más o menos habilidad, hacia la dirección predeterminada.

Evidentemente, el anterior párrafo no pretende ser en absoluto despreciativo para con los autores de los artículos, sino al contrario: expresa mi convencimiento de que reporta un peligro dialéctico mayor del de los opinadores “básicos”, ya que van creando dudas o aportando afirmaciones que disponen de mayor apariencia de solidez. Aunque tampoco sea así en todos los casos.

Por poner algún ejemplo, tengo desplegados ante mí tres artículos publicados estos días: uno de Eugenio Ibarzabal en el Noticias de Gipuzkoa (“¿Y si dejáramos de hacer que hacemos?”), otro de Juan Ignacio Pérez en el mismo medio (“Se llama política”) y un tercero de Manuel Montero en El Diario Vasco (“Los lemas que nos rodean”).

Eugenio Ibarzabal afirma que Rajoy “no va a tener más remedio que ofrecer algo a Cataluña”, con lo que Cataluña saldrá ganando. Ibarzabal aparenta valorar positivamente el proceso catalán, ya que, por lo menos, supondrá una mejora de su situación, la que sea. Sin embargo, a renglón seguido afirma que la consulta catalana, de producirse, “implicaría, lo mismo que en Euskadi, un no”. Es legítimo expresar su opinión, en este caso su “convencimiento”, lo que pongo en cuestión es su siguiente idea: “Entonces, ¿para qué invertir tanto tiempo en ello?”. Es decir: ¿es suficiente para Ibarzabal su convencimiento de que el resultado sería negativo para justificar que la nación catalana “deje de perder el tiempo” exigiendo el ejercicio democrático de su derecho a decidir? Además, Ibarzabal aplica en su análisis las palabras de los más exacerbados contrarios a las consultas vasca y catalana: “divide y paraliza”. Con lo que la suma de los vectores resulta ser tan claramente negativa sobre el derecho a decidir como pueda serlo el de cualquiera de los representantes de los partidos “autodenominados constitucionalistas”. Y eso que él mismo escribía en julio pasado “En principio, y por principio, soy partidario del derecho a decidir”…  Claro que en el mismo artículo que mencionamos, Ibarzabal dice esto: “Hay países a los que nuestros hijos emigran para encontrar trabajo y países, como el nuestro, a los que las gentes no vienen más que a pasar sus vacaciones”… y, claro, ¿quién entiende que ese país al que se refiere Ibarzabal como “nuestro” es Euskadi? Yo, no.

En todo caso, me permito el lujo de aventurar el sentido del voto del señor Ibarzabal en caso de que en Euskadi se planteara una consulta sobre la independencia: votaría que no. Mi vaticinio puede que sea hasta más verosímil que el suyo.

Juan Ignacio Pérez en su artículo parte del análisis de las formas en las que un “territorio” (sic, no hay referencia a “nación” o “pueblo”) puede llegar a independizarse: o bien la guerra o bien la negociación. Su tesis se basa en que no existen posibilidades intermedias. No se puede producir la insumisión, es decir, la unilateralidad en el proceso. No menciona la voluntad democrática mayoritaria como método de decisión; obviando alusión alguna a ese pequeño detalle afirma que la insumisión no podrá jamás ser aplicada por ninguna institución (en este caso el Parlament o el Govern catalán) porque hacerlo supondría “impugnar la base jurídica de su existencia, y se estaría impugnando a sí misma”. Es decir: no existe legitimidad institucional al margen del cumplimiento estricto de la ley. Pérez no atiende a aquello que nos enseñaban en la Facultad de Derecho: existe el derecho natural, legítimo en sí mismo, que debe siempre informar el derecho positivo, porque el derecho positivo (la ley formal) puede no estar basada en la justicia, y por lo tanto, no ser legítima. ¿Por qué hacer un axioma de la necesidad de la justicia de la ley como argumento ontológico? ¿Por qué es más legitimadora una ley impuesta y no compartida por una eventual mayoría social que la adaptación de esa ley a la voluntad democráticamente expresada? No comparto en absoluto ese apriorismo. Es más, dando un salto argumental, ¿qué legitimidad tiene una institución –caso del gobierno español- para imponer a otra una ley que ella misma no tiene empacho en incumplir?, o es que, ¿el Estado no incumple sistemáticamente no solo el espíritu de la ley sino el propio contenido de la misma al ningunear los ámbitos competenciales estatutarios?

A riesgo de equivocarme, me aventuro a adivinar el sentido del voto del señor Pérez en una hipotética consulta de independencia de Euskadi: probablemente, votaría no.

Y para terminar, voy a referirme a otro artículo, en este caso de Manuel Montero, en el que hace un recorrido por los lemas que han ido expresando los “puntos calientes” de la reciente historia política vasca. Incluso puedo compartir con él –aunque yo lo haga desprovista de la carga de sarcasmo que él imprime a su tesis- que los vascos venimos demostrando cierta habilidad a la hora de resumir en muy pocas palabras nuestros objetivos políticos. Termina Montero su artículo hablando del “lema ibarretxiano”: el derecho a decidir, el que según él “ha tenido más éxito” entre todos. Dice que “Ha ido conquistando corazones por doquier”, y añade que “desgraciadamente, el paso del tiempo no le da más enjundia, solo más fieles”. En realidad creo que ha equivocado el orden de sus palabras,  hubiera sido más sincero si lo hubiera expresado así: “el paso del tiempo no le da más enjundia, sino, desgraciadamente, más fieles”.

Conociendo la trayectoria del señor Montero, en su caso no creo caer en  riesgo al afirmar que no me cabe duda de que su voto sería… “no”.

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