26 oct. Alerta: tsunami antidemocrático
Conocimos la sentencia del TS, 100 años de cárcel por sedición entre los nueve condenados en una causa general contra el independentismo catalán. Una sentencia que retuerce el derecho y que llega tras dos años de prisión preventiva arbitraria basándose en algo que nada tienen que ver con la democracia ni con ese “Estado de Derecho” que invocan sin cesar quienes ven legítima cualquier medida, por abusiva que sea, para defender la Unidad de España: en la venganza del Estado. Y, por supuesto, que supone un “aviso a navegantes” para todos aquellos que tenemos como fin político lograr un Estado propio para nuestra nación. Esto lo dijo ya en mayo, el Grupo de Trabajo de la ONU –refiriéndose a toda la causa penal–: “las acusaciones penales tienen por objeto coaccionar a los acusados por sus opiniones políticas en torno a la independencia de Cataluña e inhibirlos de continuar con esa pretensión en el ámbito político”.
La condena ha sido por sedición, un delito que hace mucho que ya no existe en ningún país del entorno y que, como afirma John Carlin, es un “término apropiadamente medieval”. Una sentencia que considera como “alzamiento tumultuario” las manifestaciones cívicas del otoño de 2017, atacando directamente los derechos de manifestación, reunión y asociación, que criminaliza la libertad de debate en un parlamento democrático y que, si todo ello fuera poco, condena el derecho a la autodeterminación de los pueblos.
La sentencia es radicalmente injusta, lo es desde un punto de vista jurídico, y lo es aún más desde la óptica democrática: se ha condenado a los independentistas porque, ante la imposibilidad de sentarse con el Gobierno del Estado para hablar sobre cómo dar cauce a una solución pactada y democrática –como se hizo en Escocia–, los soberanistas catalanes tuvieron la inmensa osadía… de dar la palabra al pueblo acogiéndose a la legitimidad que les otorgaba, precisamente, su conciencia de constituir un pueblo, el catalán, distinto de “la única e indisoluble nación española” del artículo 2 de la Constitución. Ese es el artículo sobre el que España construye todo su principio de legalidad. De hecho, los Poderes del Estado, incluyendo los Gobiernos de turno, no admiten ni la más remota posibilidad del ejercicio del derecho a decidir, no tanto porque teman el resultado de un posible referéndum pactado, sino porque el mero hecho de aceptar que Catalunya –y Euskadi– puedan convocar un referéndum sobre su futuro político ataca la ficción que corre por sus venas: la de que el Estado español es una única nación. Y no lo es.
Una democracia de verdad, un verdadero Estado de Derecho, para serlo, debe cumplir determinadas condiciones básicas. Debe respetar la legalidad, de acuerdo, pero no como arma para “descabezar” a nadie. Debe partir de la base de que esa legalidad no es en ningún caso inmutable, sino que el ordenamiento jurídico debe ser adaptado a los requerimientos de la democracia. Una democracia que se precie de serlo, debe respetar la discrepancia, la libertad y la posibilidad de ejercerla. Un Estado de Derecho debe, no solo respetar, sino fomentar, el ejercicio de las libertades y derechos básicos, individuales y colectivos. Pero ese no es el caso de España.
En realidad, el supuesto Estado de Derecho español se sustenta sobre cuatro pilares, los cuatro sincronizados en la defensa férrea del mencionado artículo 2: el político –en sus diversas siglas de izquierda o de derecha–, el mediático –fundamental para propagar el famoso “relato” hegemónico–, el judicial –encargado de disfrazar de aparente ecuanimidad la aplicación del aparato legal– y, por supuesto, la Guardia Civil – y si no, que se lo digan a los de Altsasu–. Y, cuando esos cuatro pilares funcionan al unísono, la democracia y los derechos fundamentales saltan por la ventana. Además de las condenas a los catalanes y a los de Altsasu, tenemos otro ejemplo en lo ocurrido con el abogado del President Puigdemont. Gonzalo Boye está haciendo daño, mucho daño, a la “brunete judicial” con su defensa de Puigdemont en Europa y la respuesta del estamento judicial ha sido ordenar que la policía lo investigue por colaboración con el narco. Los “bienpensantes” creerán que nada tiene que ver una cosa con la otra. Ya. Otro ejemplo, entre cientos: los cuatro primeros detenidos por las protestas, el pasado día 14 en el aeropuerto de El Prat están en prisión sin fianza porque, según el juez, sus acciones “iban dirigidas a impedir la ejecución de una sentencia”. ¿Cómo es posible que un auto judicial equipare una protesta a un incumplimiento de sentencia? Pues por la misma lógica aberrante que la manifestación masiva del 12 de septiembre de 2017 ha llevado a los Jordis a una condena de 9 años de cárcel. O por la misma por la cual la Audiencia Nacional ha comenzado a investigar a “Tsunami Democratic” ¡por terrorismo! O por la misma que llevó a un periodista de la Ser a justificar escuchas telefónicas “casuales” nada menos que al President Torra que demostrarían su connivencia con unos CDRs supuestamente criminales. Podría continuar y necesitaría todas las páginas de este periódico.
Pero no puedo dejar de mencionar este otro ejemplo palmario del proceso de corrupción que asola a la democracia española: el Tribunal Constitucional, a instancias de Sánchez, amenaza con sanciones penales a los miembros del Parlament si estos mantienen su intención de reivindicar la legitimidad del debate político parlamentario sobre el derecho de autodeterminación. Dicho de otra forma: el TC ha prohibido que el Parlament –y, por extensión, los demás parlamentos– defiendan el derecho a decidir. ¿Cómo es posible que partidos como el PSC exijan la retirada de una propuesta de resolución alegando nada menos que el TC lo prohíbe? Es evidente que la palabra “democracia” ha perdido su sentido en el Estado español y me temo que, más allá del discurso de Pedro Sánchez, para “prestigiarla a los ojos del mundo” hace falta mucho más que cambiar de tumba a Franco.
Tras la sentencia, “las brunetes” políticas, judiciales, policiales y mediáticas españolas nos han impuesto “su relato” de manera tan brutal que resulta aterrador comprobar que no solo en España sino también aquí, en Euskadi, mucha de la opinión publicada se hace eco de ese relato diseñado desde la Estrategia de Estado para justificar la sentencia en base a los altercados producidos, a posteriori, en Catalunya. Un relato que tiene como objetivo criminalizar el movimiento independentista catalán cuando, en su inmensísima mayoría, es un movimiento cívico, democrático y pacífico. ¿Que en Catalunya hay macarras anti-sistema? Seguro, como en todas partes. Tan seguro como que hay infiltrados que abonan la versión “de las brunetes”. Tan seguro como que el “China Daily”, medio del PC chino, ha publicado un reportaje de la brutalidad policial española para justificar la de su policía en Hong Kong.
Pues bien: ante el relato de “las brunetes” apelo a nuestro sentido crítico. Es nuestra única arma de defensa ante el tsunami antidemocrático del aparato de propaganda del Estado. No quedarnos con “la versión Ana Rosa” y atender a la de la corresponsal de la BBC denunciando que la policía española inició los disturbios. No quedarnos con “la versión Marchena” y escuchar a Ian Blackford, del SNP, afirmar rotundo en Westminster que “es justo que los políticos aquí y en otras partes del mundo tengan derecho a defender la autodeterminación” y al presidente del Parlamento de Islandia, S.J. Sigfússon, ante los 47 presidentes de los Parlamentos miembros del Consejo de Europa, expresar su preocupación por la sentencia y su postura a favor del respeto a la libertad de los políticos para defender sus proyectos. No quedarnos con “la versión Sánchez” y saber que el Bloque Quebequés ha exigido la liberación de los condenados. Es decir, no sigamos haciendo buena aquella definición de los vascos que, entre otras mucho más amables, nos hizo durante la guerra el corresponsal del Times, George Steer: “demasiado reacios a hacernos propaganda y demasiado crédulos con la del enemigo”.
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