18 nov. Desmontando falsedades
Últimamente arrecia desde la visión unionista un pulso ciertamente combativo hacia todo aquél que se atreva a calificar como “español” a quien exprese una opción ideológica, un sentimiento nacional o una conciencia identitaria que sea claramente española. Matizo: sin embargo, cuando tales adscripciones son defendidas en Madrid, muy lejos de considerarlas descalificativas, las consideran elogiosas; pero, aquí, la secretaria general del PSE-PSOE se ofende y afirma que “el PNV considera que aquí hay dos clases de personas: ciudadanos y nacionales. Y que se tilde ‘de españoles’ a un grupo de personas de muy distinta procedencia porque su propuesta no comulga con las ideas nacionalistas, me parece muy significativo”; y Luis Haranburu Altuna señala que “en la jerga nacionalista decir español equivale a decir maketo, extranjero o simplemente mal vasco”.
La cuestión me ha llevado pensar sobre lo que se viene diciendo acerca de la identidad, y sobre el uso de un concepto, el de pluralidad, que, especialmente desde el constitucionalismo, se ha ido trabajando sin solución de continuidad desde los años de Lizarra-Garazi y el Nuevo Estatuto Vasco, como contrapunto a la llamada “deriva identitaria”, a la supuesta “amenaza de la homogeneización identitaria” –expresiones que he rescatado de la hemeroteca reciente, en boca de referentes del PSE–. Pluralidad como idea intercambiable con el axioma “acuerdo entre diferentes” o con el concepto “consenso” que, por ser más genérico, suele requerir de un contexto determinado en el discurso que lo acompaña: “amplio”, “transversal” y “entre diferentes”, por cierto, referidos en la práctica, a una determinada clase de “consenso”: el que incluya constitucionalistas. Como si el acuerdo entre PNV y EH Bildu no fuese “amplio” o “entre diferentes”.
Sigo con atención el discurso político del partido socialista y sus portavoces mediáticos y nunca he dejado de sorprenderme por su carga identitaria, infinitamente mayor que la de los nacionalistas vascos. Aquéllos nunca dejan de recordar la supuesta existencia de dos comunidades de ciudadanos vascos bien diferenciadas por su pertenencia identitaria, y aunque, aparentemente, lo hacen empujados por la voluntad de negar valor a ese hecho, en realidad enfatizan y subrayan la distinción. Por el contrario, los nacionalistas solo hablamos de proyecto político nacional y de adhesiones individuales, libres y voluntarias a ese proyecto político colectivo, sin que ello suponga, nunca, menoscabo de derechos, ni la más mínima falta de respeto hacia aquellas personas que no compartan nuestro ideario.
Pero, siendo esto así, hace tiempo que parece haber cobrado cuerpo la supuesta distinción “nacionalismo=excluyente” versus “constitucionalismo=pluralidad”. A mi modo de ver, absolutamente injusta. Como injustas me parecen las palabras de Idoia Mendia que he apuntado al comienzo, ya que para el PNV no hay “dos clases de personas”, sino personas, con las cuales, con todas ellas, queremos llevar adelante nuestro proyecto político. Considerando ese reto como una moneda de dos caras, inseparables entre sí: proyecto nacional y proyecto de progreso y justicia social.
Me llama la atención el enfado de Mendía cuando consideramos españoles a los que promueven el federalismo en un manifiesto publicado recientemente. Es evidente que decir de alguien que es español no es denigrativo, y hasta resulta sorprendente que alguien que se considera español –y con todo su derecho- se sienta ofendido por dicha mención. En este punto no puedo evitar acordarme de Rubalcaba que, durante la elección del secretario general en el Congreso Federal, subrayó –y con qué énfasis– ante su militancia que la identidad de su formación y de todos los socialistas está contenida en cada una de las letras del PSOE sin que sobre ninguna, desde la “P” de Partido hasta la “E” de Español”. Ni Mendia, ni Lopez, ni Pastor, nadie se mostró indignado porque el secretario general del PSOE reivindicara España como elemento esencial del ADN político socialista. Por cierto, también recuerdo a Pedro Sánchez teniendo detrás aquella bandera española que por poco no cabe en la pared. Es su opción y es legítima. Por tanto, no se entiende la supuesta ofensa cuando se lo decimos los vascos que somos abertzales.
Si me dicen vasca, no me ofendo; si me dicen nacionalista, no me ofendo. Ahora, tengo que reconocer que si me tildan de “querer imponer la homogeneización identitaria”, o aún peor, de hacer “un camino excluyente y sectario” pues… a lo mejor sí. Porque esas expresiones, todas de la misma Mendia, tienen una carga peyorativa innegable.
Hay más de lo mismo. Si leo, como he leído a Haranburu Altuna, que “Sabino Arana se limitó a articular políticamente el rico caudal supremacista e integrista de los misioneros vascos del siglo XIX” y que “el nacionalismo vasco se cree con la autoridad indiscutible e infusa de declarar quién es vasco y quién no”, me indigna. Es falso. Tan falso que sobra decir que el nacionalismo vasco y quienes lo conformamos creemos que todas las personas que viven aquí, en Euskadi, son vascas. Salvo, a lo mejor, aquellas que no quieran considerarse como tales, y lo digo por lo de respetar el libre albedrío. Es más, suponiendo que haya quienes no quieren serlo, no por eso dejarán de tener exactamente los mismos derechos que todas las demás.
Es más, cuando afirma que “estas disquisiciones afectan a la vida de cientos de miles de vascos que por su distinta percepción identitaria no se reconocen en el canon de jeltzales y abertzales” vuelve a incurrir en falsedad. De hecho, lo que creo es que quienes realizan afirmaciones como esa lo que pretenden no es otra cosa que encender la confrontación político-identitaria no de “los vascos” contra “los españoles”, sino de “los españoles” contra las posiciones nacionalistas vascas, que por cierto, desde que tengo memoria, y aún de mucho antes, no se basan en etnicismos, ni en apellidos, ni en supremacismos, ni en integrismos, sino en la reivindicación de la existencia de un Pueblo, con derecho a ser y a que los vascos, sea cual sea su identidad, decidan libremente en el respeto a su voluntad democrática.
La existencia de “nacionales vascos” que propugnan las Bases del Parlamento no supone, como infiere Haranburu, muy ofensivamente, por cierto, “una ideología xenófoba y supremacista”, sino la consecuencia lógica de las cosas: si las bases propugnan un Estado Vasco con una relación asimilable a la confederal con el Estado Español, es lógico que ese Estado tenga nacionales como es lógico que los tenga el español. Tanto Haranburu, cuando afirma que “la aberración democrática de diferenciar entre ciudadanos que viven en Euskadi y los ciudadanos que son nacionales”, como López Basaguren, que dice “esa diferencia entre vascos nacionales y no nacionales es sumamente inquietante”, así como Mendia, “ese intento de diferenciar nacionales vascos y ciudadanos”, patinan: en las Bases aprobadas no existe esa diferenciación.
En el Título Preliminar no hay distinciones aberrantes, ni inquietantes, ni de ningún tipo. No hay vascos de primera ni de segunda. Solamente se recoge lo oportuno de que un Estado vasco tenga sus nacionales, y ello estableciendo expresamente la voluntad “de construir un marco de convivencia transversal” y “la necesidad de regular en pie de igualdad todos los sentimientos de pertenencia y todas las adscripciones identitarias” de “una sociedad ciertamente plural”.
Por ello se me hace difícil que alguien que lo haya leído haga ese tipo de afirmaciones, salvo que las haga con la intención de confundir a la gente y de crear crispación social con mensajes falsos. Dicho de otra manera: salvo que quien las haga pretenda activar la pulsión identitaria como elemento de confrontación política para dinamitar una propuesta que defiende la consideración del Pueblo Vasco y de su ciudadanía como sujeto titular de un derecho político colectivo.
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