15 jun. Dignidad vista para sentencia
El pasado miércoles, 12 de junio, tuve el privilegio de asistir a los alegatos de los encausados por el procés. Desde la parte trasera de la Sala del Supremo, con Marchena recortándose contra el fondo, pude escuchar, una tras otra, las últimas intervenciones de los acusados. Si tuviera que resumir en una palabra lo que oímos sería esta: dignidad. Dignidad personal ante la injusticia, la dignidad de un pueblo contra quienes le niegan su derecho a decidir.
Como ha recordado José Antich en elnacional.cat, “el 6 de junio de 1935 el Tribunal de Garantías Constitucionales condenaba por diez votos a favor y ocho en contra a Lluís Companys y a los miembros del Govern a 30 años de reclusión mayor e inhabilitación absoluta. La Gaceta de Madrid de fecha ¡12 de junio! lo publicaba y recogía el voto particular de los jueces disidentes que pedían la absolución con un argumento que bien podría valer para hoy en día: ‘Debe absolverse a los procesados, cuya conducta solo podrá ser enjuiciada por la opinión pública en el campo de la política y por la Historia’.
En su intervención, Meritxell Borrás comenzó: “Mi padre siempre decía que si se leían los discursos de diputados catalanes de antaño, seguían siendo de actualidad”. Se me ocurrió pensar que al leer algunas intervenciones en el Congreso del Lehendakari Agirre, he solido tener la misma sensación, la de que siguen manteniendo una actualidad sorprendente. No sé qué ocurrirá con la sentencia que vaya a dictar Marchena, si se parecerá a aquella de 1935 que menciona Antich –de atender a los despropósitos de la Fiscalía, se le podría parecer mucho–, y si, en ese caso, habrá también algunos votos particulares, como en 1935, que, a contra corriente de la opinión pública española, por lo menos de mucha de la opinión publicada, se atrevan a hacer lo que se supone que los jueces deben hacer: aplicar las leyes con ecuanimidad y hacer justicia. Porque si los magistrados de la Sala II hicieran lo que deben hacer, absolverían de las acusaciones de rebelión y de sedición, y también de las de malversación, a todos los acusados.
Cuando se publique la sentencia podremos comprobar si el rulo de la historia lleva a Catalunya, nos lleva a todos, de vuelta ochenta y cuatro años atrás. Hasta hoy, visto todo lo ocurrido desde que el juez instructor Llarena se abonó a la tesis de la rebelión, vistos los atestados de la Guardia Civil al mando del teniente coronel Daniel Baena, vistos los informes finales de la Fiscalía que han asumido de pe a pa la “versión Baena” del “clima insurreccional” sobre lo ocurrido en Catalunya durante el otoño de 2017 y visto el entusiasmo con el que los sectores más furibundos contra el derecho de autodeterminación ensalzan a Marchena, todo ha venido indicando que la sentencia del caso contra el procés acabará siendo tan ejemplarizante como aquella contra Companys y su Govern.
Sin embargo, por muchas dudas que Tajani, presidente del Parlamento Europeo y ex portavoz de Berlusconi, esté suscitando sobre el proceder de las instituciones europeas por el affaire de negar las acreditaciones como parlamentarios al President Puigdemont y a Toni Comín, no podemos olvidar que vivimos en 2019 y que el Estado español debería mantener las apariencias de un Estado democrático y de derecho ante el resto de la Unión. Sin olvidar que las decisiones judiciales españolas que atañen a los derechos humanos y a las libertades fundamentales quedan sometidas al Tribunal de Estrasburgo –en este caso, es seguro que será así–. Hasta los más aguerridos defensores de la Razón de Estado deberían ser conscientes de la imposibilidad de compatibilizar los principios más básicos de cualquier Estado de derecho con el derecho penal del enemigo que se viene aplicando contra los soberanistas catalanes. A lo mejor es por eso que desde el momento siguiente a que Marchena pronunciara el “visto para sentencia”, se vienen oyendo algunas matizaciones, como las de una emisora “española-mucho española” en la que hasta la víspera no se admitía nada que no fuera golpe de Estado y rebelión. Entre muchas alabanzas al carácter del magistrado, comenzaron a justificarse otros posibles desenlaces del tipo “lo que argumente Marchena, bien argumentado estará”, “con la sedición tampoco te vas de rositas”, e, incluso, como quien no quiere la cosa, la posibilidad de un mero delito de desobediencia. En el mismo sentido se ha visto algún titular que asegura que “la gran empresa catalana presiona a Marchena para que el TS dicte una sentencia ‘light’ a los golpistas”. Apagadas las luces del gran teatro en el que la Estrategia de Estado convirtió la Sala del Supremo en su delirio por mantener una causa general anti-independentista, algunos parecen estar preparando el terreno para un posible aterrizaje forzoso que no les vaya a gustar.
No es fácil imaginar una sentencia “light” de rebelión salvo… que no haya habido rebelión, ni sedición, como es el caso. Como dijo Romeva en su alegato, “no por repetirla mil veces una mentira se convierte en verdad”. Mentiras repetidas mil veces por los jueces instructores, por los atestados policiales y por las acusaciones que han visto violencia donde no la había –todos los encausados negaron cualquier violencia o incitación a la misma–, y no la han visto donde sí que la hubo –la violencia de Estado contra la ciudadanía que solo quería votar–. Y otras muchas mentiras. Todo, mentira.
Los poderes del Estado, tirando de mentira, mantienen en prisión a Jordi Sánchez y a Jordi Cuixart, a Oriol Junqueras y a Joaquim Forn, a Jordi Turull, a Raül Romeva, a Josep Rull, a Dolors Bassa y a Carme Forcadell. La única manera de justificar la injustificable prisión preventiva era acusarles de uno de los delitos más graves del Código Penal, el de rebelión. Y les acusaron basándose en las mentiras que ahora complican la vida y la sentencia a Marchena, el magistrado que según La Razón “lleva inscrito en su ADN la formación y disciplina castrenses”. ¿Se atreverá Marchena, con toda su disciplina castrense, a dictaminar rebelión basándose en “la trampa del Fairy” o mirará de reojo al Tribunal de Estrasburgo y se verá obligado a rechazar la tesis montada por la Fiscalía? Y si acabara por atender a la verdad y no a los atestados de Baena –no es fácil imaginarlo teniendo en cuenta que ayer porfió impidiendo a Junqueras recoger el acta de eurodiputado–, ¿cómo podría justificar España el atropello cometido arbitrariamente contra el derecho fundamental a la libertad de los presos políticos catalanes? No solo al de libertad, por cierto, también al de representación democrática, ya que han sido suspendidos consecutivamente como electos al Parlament, a las Cortes y a la Eurocámara. Por todo lo anterior discrepo, tengo que decirlo, con Santi Vila. Le oí decir que él “siempre ha combatido que España no es una democracia homologable”. Supongo que depende de con quién se pretenda homologar.
Otras cosas que escuché me gustaron mucho más. Por ejemplo, la forma en la que Jordi Sánchez comenzó su alegato, “como dijo Sócrates es mejor sufrir una injusticia que cometerla”. La reivindicación de Cuixart, “mi finalidad no es salir de la cárcel, sino que saquemos una lección de la lucha de ciudadanos que no renunciaron a que su país pueda decidir su futuro”. La reafirmación de Forn, “sigo creyendo y defendiendo la libre determinación de Catalunya”. El proyecto de futuro de Rull, “no podrán impedir que dé a mis hijos testimonio de una lucha tenaz que pretende que ellos mañana puedan vivir en un país mejor, una república catalana libre”. O las palabras de Turull, “no había masas ni turbas, ni siquiera gente; había personas y ciudadanos. No había miradas de odio, sino miles de ojos brillantes. Soy independentista y defiendo el derecho de autodeterminación de Catalunya”.
Mi reconocimiento a todos ellos y a su causa. La causa de la democracia, de la libertad y de la dignidad. La causa de los pueblos que, como el nuestro, aspiran a ser dueños de sí. Vuestra conducta será valorada por la Historia.
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