16 ene. Exagerar para manipular
El 26 de diciembre se cumplieron 50 años del fallecimiento de Joseba Rezola, Secretario General de Defensa del Gobierno del Lehendakari Agirre durante el tiempo que duró la guerra, gudari, preso y condenado a muerte, desterrado y exiliado, vicelehendakari del Gobierno Vasco en el exilio, “alma de la Resistencia Vasca” durante la dictadura de Franco -en palabras de Uzturre-. Ante todo, y sobre todo, abertzale, comprometido con el Pueblo Vasco y su causa, templado en los peores momentos, cercano con todos, euskaltzale y humanista cristiano. Un hombre que creía en lo que hacía y para quien, como apuntó su mujer y compañera inseparable, Aurora López de Goikoetxea, “su patriotismo era vocación, sentía la obligación moral de hacer todo por Euskadi”.
Como se menciona en el libro “Joseba Rezola, Gudari de gudaris”, seguramente son las circunstancias las que influyen en el devenir de los pueblos y de los que los componen. A Rezola le tocaron unas determinadas circunstancias: la labor a favor del renacimiento de la cultura vasca en Ordizia, la lucha política nacionalista y republicana contra la dictadura de Primo Ribera en tiempos del Borbón Alfonso XIII, la responsabilidad militar en un Gobierno Vasco nacido en plena guerra, la derrota, las penurias de los vencidos y la responsabilidad de mantener encendida la llama de los principios abertzales durante la impotencia de los largos años de dictadura. Y, ante todas esas circunstancias, actuó siempre desde la defensa de sus convicciones y en coherencia con sus valores: patriotismo y sacrificio.
Las circunstancias en las que vivimos son otras muy distintas. No cabe duda. No vivimos tiempos épicos, ni heroicos. En todo caso, vivimos, más bien, tiempos preocupantes y poco motivadores. No hay mucho de heroico en la época de la modernidad líquida y del individualismo. Un concepto, ese del individualismo, que, a lo mejor, se utiliza impropiamente como eufemismo del egoísmo de toda la vida.
Son tiempos de pandemia y de Netflix; de profusión de apelaciones a grandes principios que, no pocas veces, son simples coartadas; de quejismo impenitente, “por tierra, bar y twitter”; de sustituir argumentos por sentimentalismo; de cierto grado de infantilismo social, promovido sin cesar en la sociedad de la comunicación. Tiempos en los que la tolerancia, no ya al sufrimiento, sino incluso a la incomodidad parece estar bajo mínimos.
No es que la mayoría de las personas que conforman nuestra sociedad sea así: eso que se llamaba «sentido común”, con su millón de matices, seguro que pervive detrás de las impresiones que se proyectan continuamente en los medios de comunicación y, no digamos nada, en las redes sociales. Pero también es verdad que, si ponemos atención a tantos y tantos mensajes que nos llegan de manera incesante, pintan un escenario parecido al que se ha descrito. Por ejemplo, los antivacunas, organizados o no, que son los mismos que protestan por las medidas anti-covid que han tenido que ser adoptadas por el Gobierno Vasco (similares a las de tantos otros gobiernos de Europa) con falacias como que son medidas “autoritarias” promovidas “por grandes empresas y políticos profesionales” para aplicar “el control social”; los que andan descalificando la vacunación tachándola de “experimento social”; los que han invalidado el pasaporte covid –que les dejaba fuera de los bares- equiparándolo a una “dictadura” –tanto ejercicio de memoria histórica como se ha hecho no ha servido para que cierta gente alcance el significado de fascismo o el de dictadura– y adornado, todo ello, con sensiblerías como esa que dice “para qué somos humanos si no nos podemos tocar”.
A lo mejor, subyace un problema de equívoco con las palabras: la empatía es una virtud, pero no se debe confundir con quedarse con lo que suelte el primero que trepa a un micrófono. Criticar es legítimo, pero criticar no es sinónimo de descalificar ni de reventar, sino de argumentar tu posición. Reivindicar derechos es un derecho en sí mismo, pero los derechos de uno tienen límites y, además, implican deberes: asumirlo así es la carta de naturaleza de la ciudadanía.
Lo cierto es que unos 190.000 vascos no han querido vacunarse; muchos de ellos, jóvenes: el 20% de quienes tienen entre 20 y 29 años y el 17% de entre 20 y 39. Y, de estos, hay muchos que expresan rechazo a las instituciones, según un perfil que hemos visto publicado. Antisistemas, salvo de un sistema que considerasen “el suyo”, claro. Incluso cabe pensar que, si no tuviésemos un Sistema Público de Salud que nos garantiza vacunas gratis, muchos de ellos habrían llamado a las barricadas exigiendo la vacunación universal. El caso es que, como apuntaba hace unos días la presidenta de la Sociedad Vasco-Navarra de Patología Respiratoria, resulta “alucinante” cómo “los no vacunados ingresados no preguntan por los efectos secundarios del Tocilizumab”.
Para los no vacunados, el riesgo de hospitalización en planta es ocho veces mayor y en UCI se multiplica por doce, aunque no se lo quieran creer. Cierto es que poner en riesgo la salud de uno mismo puede ser una opción de libertad, según se quiera entender el concepto. Pero incrementar el riesgo ajeno o no corresponsabilizarse con el sistema sanitario no son, precisamente, opciones muy solidarias.
Luego, está la política de esos que llevan medio siglo esperando a que se den las famosas “condiciones objetivas y subjetivas” para desestabilizar el sistema, la de los del frente político-sindical más o menos declarado según la conveniencia del momento, la de los del cuanto peor, mejor. Todas las mañanas, en RNE conectan con lo que consideran sus centros “regionales” para hacer un repaso de la actualidad del día. Pues bien, este jueves, de las 17 comunidades autónomas desde las que dieron el parte, solo en una, únicamente en una, se anunciaron movilizaciones y se habló de “colapsos” de los centros de atención primaria. ¿Adivinamos en cuál? En aquella que, con diferencia, más invierte en sanidad pública de las 17. En la misma.
En el tiempo del individualismo líquido muchos hacen política desde la posverdad, que es más perversa que la propia mentira. Se apuntan al carro de la devaluación posmoderna de la verdad y se cobijan en la malicia de la posverdad: verdad es lo que me conviene e interesa. Un ejemplo muy claro, tomado de un artículo publicado ayer mismo en el contexto del frente político-sindical que surfea la ola del covid contra Osakidetza/Gobierno Vasco/PNV: “la pandemia se ha convertido en la excusa perfecta para avanzar en la estrategia de desmantelamiento programado de la atención primaria”. Lo firma, sin rubor, la responsable de ELA para Osakidetza. Nunca, ni antes ni ahora, ha existido “desmantelamiento” de la atención primaria. Afirmar que existe una “estrategia programada” en ese sentido, no es que sea mentira -que lo es-, es mentir con la peor intención aprovechándose de un momento de gran tensionamiento del Servicio de Salud por la pandemia. Y es mentir impunemente en el sobreentendido de que, hoy en día, no se puede acusar a nadie de mentir por aquello de que todas las opiniones, también las que son mentira, también las que tienen mala intención, son “igualmente respetables”. La perversión de la posverdad en tiempos de escasez de sentido crítico.
“La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. (…) En este juego mezquino de las descalificaciones, el debate es manipulado hacia el estado permanente de cuestionamiento y confrontación.” Son frases tomadas de la encíclica Fratelli Tutti, de Francisco. Me ha parecido que describen perfectamente la estrategia de los del cuanto peor, mejor.
No estamos en guerra y a nadie se nos pide dejar la oficina, coger el fusil, llegar a Truboimendi, arengar a la tropa, terminar con un “Ahora, ¡adelante y a por ellos!” y, vestidos “con pantalón de franela y chaqueta de lana”, dirigir el ataque hacia la cima seguido por los gudaris. Eso lo hizo Joseba Rezola, según cuenta George L.Steer en “The tree of Gernika”. Ahora las circunstancias son otras, pero si Rezola estuviera aquí no se dejaría arrastrar por comodismos, por quejismos, por individualismos posmodernos, ni por los que juegan a sembrar desesperanza. Seguro que, hoy como entonces, Joseba Rezola seguiría dando ejemplo de valor y generosidad personal. Seguro que nos animaría a mantener valores colectivos que nos hacen más fuertes como sociedad, como Pueblo Vasco y, por lo tanto, más fuertes a cada uno de los vascos y vascas.
Hacerlo así, además de la mejor actitud posible, es la mejor apuesta política. Ante estos tiempos líquidos, individualistas, en los que algunos pretenden desfigurar la verdad a golpe de exageración, la respuesta debe venir de la mano de la responsabilidad, la solidaridad, la justicia social y el desarrollo económico. Y desde una apuesta firme por el desarrollo político necesario para que este Pueblo pueda ser dueño de su destino.
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