Pueblo

En 1974 Martín Ugalde publicó un libro titulado “Hablando con los vascos” en el que se recogen seis entrevistas a otras tantas personalidades vascas elegidas por el autor, una de ellas a Koldo Mitxelena, por ser “una primera figura de los modernos estudios sobre la lengua vasca que alterna sus clases en la Sorbona de París con la cátedra de lenguas indoeuropeas que tiene en la Universidad de Salamanca”. Koldo Mitxelena fue más que eso: afiliado al PNV desde los 18 años, gudari voluntario condenado a pena de muerte que le fue conmutada por pena de prisión de 30 años, de los que cumplió cinco y medio. Dirigente del PNV en Madrid durante los años 40 y otra vez preso por ese motivo. Uno de los principales responsables de sentar los criterios del euskara batua por encargo de Euskaltzaindia y partícipe, tras la dictadura, de la creación de la UPV.

En aquella entrevista, Koldo Mitxelena ya era consciente de “un mundo en el que las diferencias tendían a borrarse”. Sin embargo, a pesar de aquella tendencia a la uniformidad, hace una afirmación tan cierta como evidente: “los fuertes, sean grandes, pequeños o hasta muy pequeños, no empiezan por negarse a sí mismos, sino que afirman con toda energía, y muy a menudo con éxito, su personalidad”. Esta realidad apuntada por Mitxelena, nunca ha dejado de ser cierta, ni siquiera en el apogeo de la globalización. Ningún Estado, ni el más pequeño, ni el más de derechas, ni el más de izquierdas, ni el más autoritario, ni el más pobre, ni el más democrático, nunca ha dejado de afirmar su entidad y su identidad.

Sin embargo, ¿qué pasa con las naciones sin Estado, como la nuestra? Preguntado sobre si creía en algún medio de salvar el Pueblo Vasco y su cultura, Mitxelena respondía: “cuando la desesperanza era mayor, he advertido claras señales de que esa realidad se resiste tercamente a desaparecer, creo que seguirá viviendo de una u otra manera”. Han transcurrido 46 años desde esa respuesta, el mundo ha cambiado y nosotros con él. Ni el tejido económico, ni el nivel de vida, ni la calidad de los servicios públicos, ni los desarrollos tecnológicos, ni la movilidad, ni las costumbres sociales… casi nada es como era entonces. Sin embargo, muy probablemente, si Mitxelena pudiera responder hoy a esa pregunta, la respuesta sería muy similar.

Aunque estos de ahora tampoco es que sean tiempos felices. La desesperanza esta vez no proviene de cuarenta años de franquismo y todo lo que ello supuso de represión política y cultural, sino de un estado de ánimo generalizado: la desafección política; el individualismo de una sociedad, que dicen, posmoderna y líquida; la insatisfacción permanente que parece invadirlo todo; las inseguridades que nos plantea un futuro más incierto más que nunca; la pérdida de valores y referentes compartidos; la estrategia político-sindical de desgaste y confrontación… A lo que hay que añadir la pandemia, el cambio climático y una crisis económica sin precedentes. En fin, malos tiempos para la lírica.

A algunos siempre les ha molestado el concepto mismo de Pueblo Vasco. Algunos siempre han negado incluso su existencia: aquellos que defienden una sola nación, la española y que, por lo tanto, no admiten que existan sujetos políticos distintos a la misma. Esta misma semana se ha producido en el Congreso un debate tan trágico como cómico: Vox ha defendido la ilegalización de los partidos que “promuevan, justifiquen o disculpen el deterioro o destrucción de la soberanía nacional o de la indisoluble unidad de la Nación española”. En la votación, Vox se quedó solo. Pero el PP y Ciudadanos no pasaron de la abstención.

En algún lugar hemos podido leer que el diputado de Vox, Espinosa de los Monteros, utilizó un “sofisma” para resumir su posición: “los que niegan la indivisible unidad de la Nación española están fuera de la ley”. Puede que sea un sofisma, porque del resultado de la votación parece ser que sigue siendo mayoritaria la opinión de que la Constitución avala la libertad ideológica. Pero cabe preguntarse si no será también un sofisma la defensa de la posibilidad de pretender la independencia –o, sin ir tan lejos, la configuración de un modelo de relación confederal con España como el aprobado en las Bases del Parlamento Vasco– para, a renglón seguido, negar en redondo cualquier posibilidad de que la voluntad democrática de Euskadi o de Catalunya, por muy mayoritaria que pueda llegar a ser, alcance algún día su pretensión. Si no es sofisma… se le parece bastante. En cualquier caso, sofisma o no, en esa negación de cualquier posibilidad, por muy democráticamente planteada que esté, radica el porqué de la negación de la existencia del Pueblo Vasco. Porque reconocer la existencia de un pueblo exige en coherencia reconocer el derecho a decidir de sus gentes. Un derecho democrático inherente a toda nación según el cual articular su estructuración política: desde la constitución de un Estado propio a la subsunción uniformizadora en otro, pasando por cualquiera de las fórmulas intermedias –confederación, Estado asociado, federación o autonomismo–.

Sin embargo, el Pueblo Vasco, existe. Y, como diría Mitxelena, resiste tercamente. Ahora bien, esa resistencia hay que alimentarla, no desfigurarla. Puede verse como lógico que el identitarismo español niegue, ataque o desfigure su existencia. No lo es, sin embargo, esa tendencia que estamos observando según la cual, sin negar nada, se obvia conscientemente la mención del concepto Pueblo Vasco en el discurso. No es lógico sustituirlo sistemáticamente por, por ejemplo, la palabra “ciudadanía” o, en su caso, poner celo en suplantar “pueblo” por “sociedad”. No es lógico, salvo que exista una pretensión inconfesada de que la reivindicación nacional vasca se vaya diluyendo discretamente. Porque la elección de las palabras no es inocua: ciudadanía y sociedad son términos desposeídos de carga política.

No es posible sustituir los conceptos y pretender que la resultante sea neutra: solo la tenacidad en reivindicar nuestro “ser Pueblo” nos atribuye derechos políticos y, precisamente por ese motivo,  somos abertzales y defendemos su dignidad y su libertad. Además, es importante aclarar que la conciencia de pertenecer a un Pueblo se aleja del individualismo posmoderno y sus tendencias al egoísmo y nos acerca a un comunitarismo solidario, tal y como lo expresa el propio Mitxelena: “no acierto a separar la suerte personal del destino colectivo”. Sin embargo, puede ser que haya quien considere que la reivindicación del Pueblo Vasco, con todas las connotaciones históricas y culturales que le acompañan, es incompatible con el valor del concepto de “pluralismo”, tan en boga en estos tiempos. Pero esa opinión no se sustenta ante una visión integradora, democrática y respetuosa como la que siempre ha defendido el nacionalismo vasco. No existe pueblo, nación, sociedad o patria que no sea plural, en ningún sitio. Sin embargo la diversidad de cultura, origen, religión, clase social, opción ideológica o cualquier otra no es impedimento para la pervivencia de un Pueblo, del mismo modo que un árbol, cuanto más porte, dispone de un mejor tronco para desarrollar mejor una gran diversidad de ramas. El único requisito exigido para la pervivencia del Pueblo Vasco es mantener viva la conciencia de serlo y, para ello, adherir a esa conciencia a todas aquellas personas que quieran compartir su destino colectivo.

Desde que Mitxelena dejo dicho que “si el Pueblo Vasco existe hoy con conciencia de pueblo se debe, sobre todo, a la lengua” y que “el euskera constituye la historia viva del Pueblo Vasco”, hemos hecho un gran esfuerzo colectivo para hacer partícipes de esa “historia viva” a muchos. No nos olvidemos ahora de dar valor a lo que ello significa y, como hace ya muchos años nos dijo Xabier Arzalluz, ofrezcamos la ikurriña, es decir, el ser parte del Pueblo Vasco, a todos aquellos que llegan a Euskadi con una bandera lejana, porque, de lo contrario, tomarán la de España.

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