27 Feb. Que no nos confundan
El otro día alguien me hizo llegar un pequeño vídeo de ETB1 en el que aparece Kontxi, una mujer de edad avanzada pero con su anhelo político intacto que se despide de esta manera ante la cámara: “Gora Euskadi! Independentzia!”. Al verlo, me sentí agradecida. Pensé que me ofrecía la manera de iniciar un artículo al que llevaba unos días dándole vueltas, desde que un amigo me comentó que los de su cuadrilla le habían preguntado para qué serviría la independencia. Esa pregunta me resultó inquietante y muy acorde con los tiempos que vivimos: tiempos líquidos, tiempos de la post-modernidad. La “sociedad líquida” de Bauman, sin valores sólidos. La sociedad efímera de Lipovetsky, en la que no parece haber nada más sólido que “la moda” de turno. En fin, unos tiempos bastante materialistas, del beneficio inmediato, del “qué hay de lo mío” –no hay más que ver lo que está pasando con las reclamaciones de vacunación por sectores, cuando saben que no hay para todos–. Por eso, cuando vi el vídeo de Kontxi, me hizo ilusión. Luego he sabido que el vídeo era de 2013 y que Kontxi hace unos años que falleció.
Pero estoy convencida de que sigue habiendo muchas Kontxis, solo que no está “de moda” hablar de la independencia, reconocerse independentista, reconocer públicamente que, más allá de la gestión del día a día y sus miserias, la gran mayoría de los vascos y vascas seguimos siendo abertzales, mantenemos el principio de que formamos un Pueblo y por lo tanto, en buena lógica, sabemos que tenemos exactamente el mismo derecho que tienen los portugueses, los italianos y los griegos, etc., a ser dueños de nuestro propio destino político. Por lo tanto, nos tenemos que atrever a concedernos la libertad de expresar, con toda naturalidad, lo que somos. Faltaría más que, en estos tiempos en los que “está de moda” defender que soltar cualquier babosada a ritmo de rap es sinónimo de libertad de expresión, resulte que los abertzales nos estemos imponiendo auto-censura en la expresión lógica de nuestro ideario político. Por eso, y porque paso en moto de la sociedad efímera del tal Lipovetsky, me declaro, abierta y absolutamente, independentista.
Pero es cierto que da la impresión de que quienes nos declaramos independentistas tenemos ya cierta edad. Esta es una reflexión que me hacía, ayer mismo, un alderdikide en redes sociales y que comparto, del mismo modo que la pregunta que formulaba a continuación: ¿dónde está la gente joven? ¿Se sienten cómodos encajados como estamos en España y en Francia? Y no nos estamos refiriendo a los miembros de las distintas secciones en competencia por la hegemonía en los Gaztetxes, que esos bastante tienen con su nostálgica activación de la estrategia socialista del proletariado, sino a los demás. A todos esos que estudian o trabajan, o quisieran trabajar. Y que, ciertamente, no lo tienen fácil. Pero tampoco mucho más difícil que cuando en Euskadi, allá por los 90, había una tasa de paro registrado del 22% –ahora, en plena megacrisis por el Covid, andamos por el 10%, sin pretender restar ni un ápice de gravedad a la situación–.
Hace veinte años, que son muchos, pero pasan rápido, vivíamos la política con otra intensidad y con otra claridad: quien más quien menos, y cada cual en su estilo, no teníamos grandes problemas para ubicarnos, con todas sus consecuencias, a un lado o al otro de la raya que separaba el ser vasco del ser español, y eso, a pesar de que la violencia de ETA lo contaminaba todo de una manera insufrible. Pero a pesar de las barbaridades de ETA, de su contumacia en enlodar el objetivo político del nacionalismo vasco con los asesinatos de tantas personas, guardábamos la conciencia de la legitimidad de nuestra reivindicación política. Sin embargo, desde hace una década, se ha venido produciendo, progresivamente, una especie de sfumato político hasta el punto de que estamos eliminando del lenguaje la misma palabra “pueblo”, sujeto del derecho de autodeterminación, sustituido por el concepto “sociedad”, insustancial a efectos políticos.
Las causas pueden ser muchas. Puede ser que el portazo español al Nuevo Estatuto Político, primero, y la prohibición de los Poderes del Estado de la consulta de Ibarretxe, después, supusiera un jarro de agua demasiado fría. Puede ser que a ello se añadiera, como se dijo en su día, una especie de relajación sociopolítica generalizada provocada por el abandono de la estrategia armada por parte del mundo de la izquierda abertzale tras tantas décadas de conflicto violento. Puede ser que todo ello coincidiera con la Gran Recesión financiera y el surgimiento a nivel del Estado de nuevos movimientos políticos “indignados” que arrastraron el debate político hacia otros derroteros. Puede ser, también, que en este tiempo las fuerzas políticas “constitucionalistas” se hayan dedicado a “perfeccionar la estrategia” y a atemperar su discurso político, sustituyendo conceptos de confrontación directa con otros más “a la moda” de los tiempos líquidos como “diálogo”, “inclusivo” y “pluralista” para desarmar la capacidad reactiva de la cuestión nacional vasca.
El caso es que, por lo que sea, hemos llegado al triste punto en el que decir “soy abertzale y, por lo tanto, independentista” suena casi descontextualizado. Y esto ha ocurrido en Euskadi a pesar de que durante este tiempo también hemos podido seguir ejercicios de autodeterminación muy cercanos: en Escocia y en Catalunya. Pero, de alguna manera, han pretendido convencernos de que ni una cosa ni la otra tienen que ver con nosotros. Como si no compartiéramos la misma circunstancia de ser Pueblos sin Estado. Como si se nos hubiese olvidado la razón última de nuestro ser político: nuestro derecho democrático inherente a organizarnos políticamente de la manera en que consideremos oportuno. Como si nos hubieran hecho creer que en algún momento de la Historia alguien nos lanzó una maldición que nos condenara a no ser otra cosa más que un Pueblo subalterno y dependiente. Puede ser que si el resultado del referéndum escoces hubiera sido otro y hubiera ganado el “aye” nos hubiésemos sentido con más ganas de hacerles coro y decir “guk ere bai”. Y es verdad que hemos sido testigos de las malas artes de toda clase que viene desplegando España contra el soberanismo catalán y hemos tomado conciencia, una vez más y reflejados en su espejo, de la enorme dificultad que entraña la causa del Pueblo Vasco por su libertad. Pero, a pesar de ello, y en lugar de refugiarnos en el refranero castellano por aquello de que “cuando las barbas de tu vecino veas cortar…” deberíamos reaccionar y asumir nuestra propia tradición: “txikiak handia benzi leidi, asmoz eta jakitez” y reconocer, de paso, el mérito del Pueblo catalán, quien a pesar de todo, ha vuelto a votar por las opciones políticas independentistas y, por cierto, sumando el 52% del electorado aunque Pedro Sánchez –oh, qué sorpresa– se atreva a negarlo.
“Asmoz eta jakitez”. Es decir, con voluntad y sabiduría. No a tontas y a locas. Si en Catalunya los partidos independentistas acertaran a jugar con grandeza de miras posponiendo intereses partidistas, e incluso ideológicos, cortoplacistas –unos más que otros– para plantear al Gobierno español un ejercicio valiente y bien diseñado en pos de un avance realmente sustancial en el camino de la emancipación nacional, por lo menos volverían a poner al Estado en un brete. Si, además, el Estado, por una vez en la vida, y reconozco que me parece muy improbable, atendiera al respeto que merecen los Pueblos y al principio democrático, se abriría también un escenario interesante para Euskadi. En todo caso, y a pesar de las circunstancias y de que la realidad, mal que nos pese, obliga, a lo que nadie nos puede obligar es a esconder nuestro objetivo político: la consecución de un Estado propio para Euskadi.
Y a quienes preguntan “la independencia para qué” se les podría responder de muchas maneras. En plan “metalizado” –que diría Sabino Arana–: para no estar supeditados al Estado con el nivel de paro más alto de Europa y con una deuda pública como no se conocía desde la Guerra de Cuba. O, se les podría responder desde un punto de vista más identitario: porque España y Francia llevan siglos colonizándonos culturalmente y ese fenómeno se ha acelerado. Desde luego, se les podría responder desde la óptica de la justicia social: porque la construcción social y política de Euskadi son las dos caras indisociables de la misma moneda y no hay mejor argamasa para el progreso social que la conciencia de la pertenencia a un Pueblo. Y, en última instancia, porque no hay nadie que abjure de su pasaporte y por algo será. Salvo, precisamente, quien no se ve reconocido en la etiqueta que ese pasaporte le asigna. Algún día el Estado vasco llegará y mientras tanto seguiremos trabajando por este Pueblo con todas las herramientas que nos dejen. Pero para que algún día haya un Estado vasco en Europa hay algo que no podemos hacer: olvidarnos de reivindicarlo.
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