30 mar. Indignación
Considero que esa, la indignación, ha sido la motivación principal que el pasado sábado empujó a 60.000 personas a manifestarse en Altsasu tras conocer la segunda sentencia sobre lo sucedido en el bar Koxka a las 4 de la madrugada de aquel día de octubre de 2016. La Audiencia Nacional ha ratificado en revisión su sentencia previa y mantiene las condenas a los acusados. Es cierto que ratifica también que no hubo terrorismo, tesis que han venido pretendiendo Covite, la Fiscalía y la jueza Lamela –famosa por ser también la instructora inicial de la causa de rebelión contra los soberanistas catalanes-, pero no es menos cierto que, gracias a esa insostenible acusación avalada, -en contra del sentido común- por el propio Tribunal Supremo en auto de 2017, la trifulca de taberna ha acabado en manos de la Audiencia Nacional en lugar de ser enjuiciada, como ocurre en tantos otros casos similares, por la Audiencia correspondiente, -en esta caso, la de Nafarroa-.
Cuando a principios de mes se publicó esta segunda sentencia, fue bastante llamativo que la mayoría de los medios subrayaran precisamente el hecho de que la AN hubiera vuelto a negar la existencia de terrorismo –cuestión evidente, teniendo en cuenta que casi todos los acusados tenían menos de 16 años cuando en aquel ya lejano 2011, ETA dejó las armas- y que, sin embargo, no se subrayara lo que ocho eurodiputados, entre ellos Izaskun Bilbao del PNV, han argumentado al pedir a la Comisión Europea que intervenga sobre el caso: que el rechazo del recurso de apelación en la Audiencia Nacional mantiene “penas que, de acuerdo con la jurisprudencia, no tienen parangón con otras agresiones a agentes de la autoridad de idénticas características y con consecuencias físicas mucho más graves”, vulnerando “hasta siete artículos de la Carta de Derechos Fundamentales” de la Unión Europea.
La Audiencia Nacional ha condenado a penas de entre 2 y 13 años de prisión a los ocho de Altsasu, no por terrorismo, pero sí por todos los demás cargos que se les han ocurrido: atentado a la autoridad, lesiones, desórdenes públicos y amenazas. Y por si fuera poco, han aderezado el relato con agravantes de abuso de superioridad y de discriminación ideológica –que con algo tienen que justificar el que Covite, la Fiscalía, la Abogacía del Estado, la jueza instructora de la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo, Casado, Rivera y el sursuncorda hayan erigido a los de Altsasu, y al pueblo mismo de Altsasu, en icono de reminiscencias-.
Cualquiera que haya visto el video que uno de los acusados aportó a la causa y que el tribunal no ha considerado relevante a efectos de la prueba, puede llegar a la conclusión de que, efectivamente, la camisa blanca de la víctima está excesivamente blanca y bien planchada para ser la camisa de alguien que ha sufrido un ataque como el que da por probado la sentencia, y también puede tener la impresión de que lo que se aprecia en el video es ese “aire” que suele envolver las cosas que ocurren a altas horas de la madrugada.
Pero con la Guardia Civil hemos topado. Y con la jueza instructora Carmen Lamela, condecorada con la Cruz de Plata del Mérito de la Guardia Civil, por cierto, el mismo día que ocurrieron los hechos del bar Koxka, y ascendida en julio a magistrada de la famosa Sala Segunda del Tribunal Supremo por el Consejo General del Poder Judicial; eso, tras haber hecho méritos, claro: establecer prisión incondicional para Sánchez, Cuixart, Junqueras, Romeva, Turull, Rull, Bassa, Borrás, Forn y Mundó bajo acusación de rebelión –parte catalana del mérito-, y también para Ohian Arnanz, Jokin Unamuno y Adur Ramírez bajo acusación de terrorismo –parte vasca-. Y con la jueza Concepción Espejel -mujer de un coronel de la Guardia Civil y también condecorada por el cuerpo-, quien presidió la sala de la Audiencia Nacional que juzgó a los de Altsasu; sentencia a raíz de la cual fueron ingresados en prisión también otros cuatro acusados altsasutarras: Cobo, Goikoetxea, Urrizola y Abad; solo Urkijo, con una condena de dos años, está en libertad.
Los catalanes llevan casi dos años de prisión preventiva. De los siete de Altsasu que están encarcelados, tres estuvieron también año y medio en prisión preventiva, a lo que hay que sumar los nueve meses de cárcel que llevan todos desde la sentencia condenatoria. En todos los casos, tanto la Audiencia Nacional como el Tribunal Supremo han contemplado “riesgo de fuga” para denegar la libertad provisional a los acusados, sin ninguna sentencia en el caso de los presos soberanistas catalanes, sin sentencia firme en el caso de los de Altsasu.
La desproporción de la sentencia que ha ratificado la Audiencia Nacional es evidente: empezando por los delitos a los que se les ha condenado y siguiendo por las agravantes contempladas, lo que implica una gravedad en las penas impuestas que excede, en mucho, infinidad de casos similares. Pero, además de todo ello, existe un inmenso agravio comparativo con un caso que, sin ir más lejos, ha levantado también una ola de indignación popular: el de la Manada. No es que sea el mejor caso con el que comparar a nadie pero, precisamente por ello, da la medida del agravio: los miembros de la Manada, entre ellos algún guardia civil, fueron condenados a 9 años de cárcel pero, sin embargo, están en libertad en tanto el Supremo no dicte sentencia definitiva, al “no apreciar” el tribunal –la Audiencia de Navarra en este caso- riesgo de reiteración delictiva y considerar que el de fuga es “endeble”. Es sorprendente la diferencia cuando, por la misma naturaleza de los hechos, resulta evidente para cualquiera que el riesgo de reiteración es mucho mayor en el caso de la Manada que en el de Altsasu, y más si tenemos en cuenta que están encausados por un delito similar en Córdoba.
Todo lo expuesto provoca indignación, es innegable. Y ante la indignación, la gente se moviliza, como vimos en Altsasu el pasado sábado. Pero, además de indignación, deberíamos sentir una honda preocupación. Una preocupación más que justificada por la baja calidad de las garantías democráticas en el Estado español. Esas garantías democráticas son las que definen un verdadero Estado de Derecho y, visto lo que estamos viendo, es bastante cuestionable que España lo sea, entre otras cosas, porque ninguno de los protagonistas de la escena política que se definen a sí mismos como “constitucionalistas” –y en esto incluyo al PSOE, aunque sea hábil para ponerse de perfil- denuncian las extralimitaciones de los poderes del Estado, incluyendo las de las altas instancias de la Judicatura, y porque, como bien supimos -y no tengo intención de olvidar- por el whatsapp de Cosidó, se reparten los jueces en base a afinidades políticas y, por lo tanto, con intenciones políticas. Y porque, con las cosas que vamos viendo, las intenciones políticas se plasman en decisiones políticas aparentemente investidas de la equidad que se le supone a la Justicia pero que, en realidad, atacan no solo a las libertades políticas e ideológicas, sino también a los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Y no quiero terminar sin mencionar lo que estamos conociendo sobre las cloacas del Estado. Además de indignarnos, nos debería preocupar mucho el contubernio entre el Gobierno español y los cuerpos policiales para espiar a políticos –y a quien sea-, los informes falsos emitidos por la UDEF contra Mas o contra Trías, los fondos reservados repartidos a los miembros de la “policía patriótica” contra Catalunya, el espionaje contra Iglesias y contra cualquiera. De todo esto también sabe mucho Cosidó, aunque no nos lo haya trasladado en un whatsapp. Todo lo que está aflorando alrededor de Villarejo no es una anécdota, sino la expresión de la corrupción absoluta de los valores democráticos y del propio sistema institucional en España; y a los abertzales nos obliga a estar muy alerta: la “policía patriótica” puede activarse del mismo modo contra Euskadi.
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