CRISIS CLIMÁTICA: EVITAR EL ERROR DEL TERROR

Estos días se desarrolla en Madrid la COP 25. Aunque parezca mentira, ese “25” hace referencia al número de años en los que se viene realizando la cumbre. Todos los medios nos bombardean con noticias que son más que muy preocupantes, todos nos dan cuenta de las nefastas consecuencias que el cambio climático va a tener sobre las condiciones de vida de la humanidad. Un fenómeno originado en gran medida, según afirman unánimemente los científicos, por las emisiones de gases de efecto invernadero que nuestro modelo socio-económico provoca.

No hace falta ser científico para tener conciencia de que la Tierra tiene serios problemas y de que el origen de esos problemas somos los 7.500 millones de personas que habitamos en el mundo, aunque no todos contribuimos en la misma proporción. El diagnóstico es muy alarmante en varias cuestiones – la pérdida de biodiversidad o la contaminación marina por plásticos, entre otras– y lo es especialmente en cuanto al calentamiento global. Liderados por Greta Thunberg, estudiantes de todo el mundo claman ante los gobiernos exigiendo acciones más contundentes. Muchos critican a Thunberg, creo que injustamente, al tiempo que silencian la voz del Papa Francisco. El cambio climático y sus efectos se han convertido en tema inevitable de nuestras conversaciones cotidianas y la presión de organizaciones ciudadanas que piden políticas más comprometidas es creciente. Es un tema que abarca todos los parámetros de nuestro modelo de vida: el modelo energético, la movilidad, la política agro-ganadera y forestal, el modelo alimentario o el industrial.

La cosa es que, según dicen, incluso hay personas que se plantean si deben o no tener hijos en la era del cambio climático. En los medios se citan organizaciones como la llamada “BirthStrike” cuyos miembros, directamente, ya han decidido no tenerlos. Ante este tipo de situaciones, deberíamos preguntarnos a dónde nos lleva el miedo que nos generan las previsiones de los científicos incesantemente trasladadas por los medios de comunicación. Y deberíamos pensar sobre si bombardear a la gente con mensajes apocalípticos es la mejor manera de implicar a las personas en una acción efectiva conjunta ante el cambio climático. Porque el miedo, paraliza.

Por poner un ejemplo real y, por cierto, bastante habitual en nuestro entorno: Ane y Julen son dos estudiantes que durante el verano trabajaron como reponedores en un super. Con el dinero ganado, su plan ha sido irse a Tailandia. Tenían comprados los billetes de avión a un precio increíblemente barato. Son jóvenes y tienen ganas y disposición de conocer otros lugares y culturas. ¿Creéis que han dejado de viajar por las 10 toneladas de gases de efecto invernadero que ha supuesto su viaje? Esas emisiones equivalen a una bombilla encendida, día y noche, durante 100 años. Pues no. Y como ellos, millones de personas. El pasado 25 de julio, en un solo día volaron en todo el planeta 230.000 aviones. Y hubo muchos días de verano. Y a pesar de toda la alarma social que se ha polarizado a raíz de las Cumbres sobre Clima, todos esos millones de personas –incluidos bastantes de los que leerán este artículo, ya que de enero a julio, 3,6 millones de pasajeros usaron los aeropuertos vascos– no han dejado de volar para irse de vacaciones. Es decir, podemos mostrarnos muy preocupados por el cambio climático, pero muy pocas personas prescinden de sus hábitos de consumo y de sus vacaciones por la huella de carbono que provocan.

Es verdad, eso sí, que la mayoría de la gente está dispuesta a hacer pequeños gestos que no requieren de demasiado esfuerzo, como comprar electrodomésticos con etiqueta A, separar la basura para que sea reciclada o prescindir de las bolsas de un solo uso. De hecho, cada uno de nosotros podemos hacer mucho más contra el cambio climático, porque somos muchos: consumir productos locales y de temporada y no optar por aquellos que vienen embalados o que llegan desde el otro lado del mundo, compartir el coche, o mejor, usar el transporte colectivo, moderar el uso de la calefacción, comprar en tiendas de proximidad en lugar de poner en marcha la cadena de transporte con compras por internet… Pero seamos sinceros, demasiadas veces pasamos de los que nos incomoda, nos supone esfuerzo o nos toca el bolsillo.

Cuando no actuamos, estamos ignorando la evidencia que decimos asumir. Según el psicólogo y economista noruego, Per Espen Stoknes, las actuales estrategias de comunicación sobre el cambio climático no funcionan. Viene a decir que las explicaciones “supercientíficas” llenas de datos en ppm, giga-toneladas, probabilidades y porcentajes, no llegan a la gente. Y que mucho menos funcionan los mensajes catastrofistas –tormentas monstruosas, inundaciones devastadoras, extinciones masivas o plazos de pocos años que nos roban el futuro– porque vienen a provocar lo que llama “fatiga apocalíptica”. Los datos “hacen sentir a las personas distanciadas o confusas” y las amenazas catastróficas, “temerosas o simplemente, aburridas”. Los principales sentimientos que provoca el cambio climático entre los vascos son impotencia, indignación y miedo. Estos sentimientos confirman lo señalado por la Asociación Americana de Psicología: ante el cambio climático están creciendo las reacciones de evasión, de impotencia y de resignación.

En la misma línea, Gorka Espiau, del Agirre Lehendakaria Center y experto en el análisis de las transformaciones sociales, afirma la importancia de “incorporar la dimensión cultural y las narrativas en los procesos de cambio social como la crisis climática”. Espiau pone un ejemplo sencillo sobre cómo hay narrativas ciudadanas visibles –“el cambio climático me preocupa y forma parte de mi vida el hacerle frente”– pero, otras, ocultas: “es importante pero no a toda costa y no puedo dejar el coche”. Y añade que hay otras que son inconscientes: “es muy grave pero a mí, por mi edad, ya no me pilla” o “es tan complejo que no tiene solución”. Stoknes cataloga determinadas narrativas como defensas internas que frenan el que nos comprometamos: la distancia –los osos polares nos quedan lejos–, la fatalidad –no nos gustan los anuncios de desastres que implican pérdidas, costes y sacrificio personal, de modo que el cerebro evita pensar en ello–, la incomodidad interna –no queremos sentirnos mal por sabernos hipócritas al coger el coche, volar o comer carne, de modo que buscamos autojustificarnos con pensamientos como que el coche del vecino contamina más que el mío–

De modo que, ¿cómo hacer que la gente se implique en detener el calentamiento global? Probablemente, sería necesario repensar la forma en la que se comunica la amenaza climática para que el problema se perciba como algo cercano y que se ataja a nivel personal. No es sencillo, entre otras razones porque los titulares catastrofistas “venden” más que los mensajes en positivo. Pero, por ejemplo, se deberían destacar los beneficios, no solo ambientales, sino también económicos de instalar paneles solares. O replantear las acciones climáticas como beneficios directos para la salud y no solo en el relato de escenarios apocalípticos. O impulsando acciones sencillas que puedan  visualizar nuestra acción personal por el clima, como la mejora en la huella del transporte. Es decir, “generando historias” sobre lo que queremos lograr, porque las historias en positivo nos motivan.

La evidencia científica sobre la crisis climática es incontestable. Sin embargo, los que estudian el impacto de los mensajes avisan de que si solo se nos hacen llegar historias de terror se comete un error. Es evidente la absoluta necesidad de acciones urgentes comprometidas y valientes contra el cambio climático desde las esferas políticas –la Declaración de Emergencia Climática del Gobierno Vasco del pasado mes de julio, considerando esta cuestión “como un objetivo central de nuestro país” es un buen paso– pero también lo es lograr el compromiso y la acción personal de cada uno de nosotros. Y para eso, probablemente, es más eficaz plantear acciones y soluciones que abrumar de alarmismo.

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