No al veto disfrazado

Puede que haya quien piense que me repito, pero pienso que en política estamos para decir aquello en lo que creemos y, si no, que mejor estamos en casa. De modo que sigo defendiendo el acuerdo de Bases para el autogobierno del Parlamento porque las opiniones en contra, esas sí que no paran: entrevistas, declaraciones y hasta editoriales.

Hemos leído que “estamos más cerca de un no acuerdo transversal que de un acuerdo” y que “no tienen la mayoríanecesaria para superar el trámite del Congreso”. Hemos oído hablar de unas “bases excluyentes y unilaterales”, de “aspiraciones maximalistas que perjudican al conjunto de la ciudadanía”, de cómo se puede desarrollar un nuevo estatuto “con quienes no reconocen un mínimo ético”, y hemos vuelto a leer que las Bases establecen una “distinción entre una ciudadanía vasca y una no vasca, basándose en una dimensión étnica”. Algún medio ha editorializado que se debe “renunciar expresamente a proyectos que ‘desborden la legalidad’ porque la fragilidad del modelo de Estado debe llevarnos más a preservar el autogobierno existente”.

Continuamente se están utilizando los mismos argumentos, siempre presentados con apariencia de sensatez, de solidez, de pragmatismo, de convivencia, de “buena intención”. No es fácil defenderse de esa apariencia, porque esos supuestos argumentos se hilvanan una y otra vez, una y otra vez, desde distintos ámbitos. Y sin embargo, es solo apariencia. Tras esa apariencia se esconde algo muy simple y que no es nuevo: la posición política española enfrentada a la posición nacional vasca, pero disfrazada de amabilidad al estilo de los tiempos que corren, con las armas de la postverdad.

Veamos un primer aspecto. Un acuerdo es un acuerdo, y no es fácil de entender que haya un acuerdo que sea un “no acuerdo” por no ser “transversal”. Si se entiende por “acuerdo” solo aquel que tenga que incluir, sí o sí, a un partido no abertzale vasco, lo que se está diciendo es esto: abertzales, lo vuestro no tiene recorrido ni aunque seáis mayoría, ni ahora ni nunca, porque por mucha mayoría que podáis lograr solo podréis plantearos –no ya lograr, sino plantear- un objetivo político que aquellos que niegan la existencia de vuestra nación os vayan a aceptar. Y eso, aunque tengáis principios y los guardéis, aunque vuestra decisión sea democrática –aritméticamente democrática y democrática en su concepción-, y aunque no estéis planteando soluciones extremas, sino, solo, soluciones.

Y no nos engañemos, el requerimiento de la transversalidad obligatoria funcionaría de la misma manera aun en el supuesto de que no se le añadiera la objeción del “reconocimiento del mínimo ético”. Es decir: los que antes negaban al nacionalismo democrático toda posibilidad de llevar adelante su proyecto político porque ETA “contaminaba” el propio ideario nacionalista, resulta que ahora que ETA no existe y se han acordado con EH Bildu unas Bases que pretenden una nueva relación con el Estado, las consideran también de alguna manera “contaminadas” por la “insuficiencia” del reconocimiento de la injusticia del daño causado por parte de EH Bildu.  Pero no contentos con pretender mantener la ficción de que las cosas siguen más o menos igual que en 1998, aun suponiendo que el nacionalismo democrático,  ese que nunca ha renunciado ni a la ética ni a sus principios, tuviera una amplísima mayoría, tampoco estaría nunca legitimado para hacer una propuesta  que no fuera “transversal”.

Aceptamos que un acuerdo más amplio pueda ser mejor; eso sí, siempre que lo sea. Pero no cabe en democracia establecer un derecho a ejercer el veto por parte de la minoría constitucionalista simplemente porque se empeñe en refugiarse en el valor de una palabra, “transversal”, a la que se quiere otorgar una especie de extraño carácter mágico.

Luego está la cuestión del supuesto “desbordamiento de la legalidad”. Quienes lo argumentan en realidad no padecen de prurito legalista, sino que defienden su posición política. El problema no es jurídico, es político. Las Bases acordadas en el Parlamento tienen como objetivo constituir la nación vasca como un Estado mediante un estatus asimilable al confederal siguiendo un esquema basado en una interpretación posible de la Adicional Primera de la Constitución Española. Es decir, mediante una fórmula que no implica ninguna carga dramática,  sino un esquema moderno de relación basado en el reconocimiento efectivo, y no únicamente nominal, de esos derechos históricos que la Constitución dice “amparar y proteger”.

Del mismo modo que el Tribunal Constitucional ha tenido una constante producción de sentencias que han ido deconstruyendo la Constitución en una interpretación siempre  desfavorable al autogobierno vasco, podría hacer lo contrario. Podría, como lo hace el Tribunal Europeo, “construir” otra interpretación en base a ese mismo texto constitucional, tomando como base el reconocimiento efectivo de la existencia de derechos históricos, con el amparo de la Adicional, que es lo que proponen las Bases. Se podrá decir que es impensable que lo haga, pero, en todo caso, no por motivos jurídicos sino por razones políticas. Como siempre.

Si todo lo anterior fuera poco, resulta que, además, la “fragilidad del modelo de Estado”  nos debería llevar a conformarnos “con preservar” lo que ya tenemos. Es decir: como España está muy enfadada con Catalunya, como ya ha demostrado que puede aplicar el 155, como la derechona se empodera… mejor os quedáis quietos y callados. Este argumento en realidad es una amenaza. Nada democrática, por cierto.

Pero es que además añaden que el acuerdo de Bases “no tiene la mayoría necesaria para superar el trámite del Congreso”. Lo cual es, evidentemente, cierto. Pero no lo es porque el planteamiento de las Bases sea “maximalista”, que no lo es, ni porque sea “unilateral”, que tampoco lo es, ya que ofrece una fórmula que no tiene porque ser inaceptable para la otra parte, salvo para quienes se encierren en la intolerancia maximalista del “no”. En todo caso, y yendo más al fondo: la necesidad de que las eventuales mayorías del Congreso tuvieran que consentir desde su origen lo pretendido por la mayoría en el Parlamento, ¿no implicaría en última instancia que dejemos de reivindicarnos como pueblo con capacidad y derecho a decidir y sin tener que buscar mayorías al gusto de la nación española?

Es verdad que si lo acordado contara con el consentimiento de quienes pudieran otorgar vía libre en el Congreso sería práctico. Pero… conociendo la secular actitud de Madrid con respecto a un Estatuto todavía incumplido, no es fácil imaginar qué plus podría garantizar ese acuerdo sobre la actual situación de un autogobierno rebajado.

No deberíamos olvidar que el propio Estatuto de Gernika -y sin prever  la situación en la que nos encontramos cuarenta años después- realizaba la siguiente reserva: “la aceptación del régimen de autonomía que se establece en el presente Estatuto no implica renuncia del Pueblo Vasco a los derechos que como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia”. Y tengamos en cuenta que el verdadero fondo de la cuestión no se halla en la “vieja foralidad” –dicho sea con todo respeto-, sino en la actualización de esos derechos históricos. En otras palabras, en proyectar desde una perspectiva nacional vasca al presente y al futuro aquellos espacios de soberanía del pasado. Evidentemente, no para perjudicar sino, muy al contrario, en bien del interés general de la ciudadanía vasca.

Y, para terminar, vuelvo a recordar que en las Bases aprobadas por el Parlamento no existe ninguna diferenciación, ni “étnica” ni “no  étnica” entre una ciudadanía vasca y una no vasca. Para comprobarlo, basta con leérselas. Lo que sí hay es el reconocimiento de los nacionales de la nacionalidad vasca –concepto ya recogido en el Estatuto de Gernika- que quienes solo admiten la concepción nacional española rechazan. A mi modo de ver sería mucho más ético que lo expresaran sin tapujos en lugar de mentir.

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